Nunca conocí a Yolanda González, pero su muerte fue para mí un acicate¸ aun adolescente, para tomar la decisión de afiliarme al PST. Esa es mi única vinculación con la joven estudiante asesinada por fascistas en la cuneta de una carretera a las afueras de Madrid, una relación contradictoria: su desgracia y la injusticia de su muerte, provocaron la experiencia política más intensa de un joven pequeño-burgués de Barcelona. Su fotografía se convirtió en una imagen icónica cargada de valor político y emocional, y poder participar de su proyecto político una forma, tal vez, de vengar su muerte. El PST fue una escuela de formación política, un espacio de debate y compromiso, pero sobretodo un espacio de vida en común, intensa y afectiva. Para un joven de escuela privada catalana, parroquia los domingos y una vida tranquila y familiar, la célula de enseñanzas medias fue el lugar donde crecer, conocer, comprometerse y aprender, a alta temperatura.
Eran años que el país navegaba entre la dictadura franquista mal cerrada y la esperanza de libertad y democracia. Una transición imperfecta en la que algunos como Yolanda, trataban de ampliar la brecha entre el “atado y bien atado” franquista, y la reforma tranquila deseada en Europa. El gato al agua se lo llevaron aquellos que, abandonando el marxismo meses después de enterrar al dictador, prepararon la victoria aplastante del Psoe de Felipe González –más de diez millones de votos y una mayoría absoluta en las cortes el año 82–, alentada por la socialdemocracia alemana, mientras un partido trotskista, alimentado por el exilio revolucionario argentino, conseguía hacerse con la primera posición entre las fuerzas extraparlamentarias en esas elecciones con poco más de cien mil votos repartidos por todo el país. Por cada 100 votos que se llevaba Felipe González, uno era para el equipo de Yolanda González y el fulgor revolucionario. A ojos de cualquiera una derrota sin paliativos, pero lo vivimos como una suerte de premio de consolación y semilla de una victoria futura. En realidad, la larga noche del franquismo había apagado cualquier conato revolucionario que hirvió en los lejanos años 30, y la sociedad española buscaba transitar la senda que los países europeos occidentales habían iniciado tras la segunda guerra mundial. La reforma socialdemócrata vencía por goleada a la revolución.
El primer congreso en Madrid, la escuela de verano en Galicia, las infinitas reuniones de la célula de enseñanzas medias en el local de la calle Pelayo, podrían interpretarse como auténticas pérdidas de tiempo, simples actuaciones de unos cuantos izquierdistas despistados, que no se daban cuenta de por dónde soplaba el viento de la historia. De la misma manera que las horas empleadas en tratar de vender “La Verdad Socialista” –publicación periódica del partido– a algún paseante de las ramblas de Barcelona, o las mil y unas actividades para recoger fondos como vender botellas del “champan que bebe Maradona” frente a la fuente de Canaletas, cada vez que el Barça conseguía alguna victoria. Las Ramblas eran siempre el escenario disputado entre los partidos extraparlamentarios, como si la famosa avenida barcelonesa aportara un poco de centralidad a nuestros esfuerzos por decir algo en un contexto hostil. Ni el PORE, ni el POSI, ni la UCE –con su deriva casi sectaria–, ni tampoco la LCR, consiguieron, en esos años, la pequeña visibilidad del PST, o al menos eso es lo que nos parecía a los que disputábamos las bandas de la política española. Incluso perdimos con la OTAN, a pesar de haber organizado centenares de comités anti-Otan y organizar múltiples movilizaciones. ¿Todo fue en balde? ¿Aquel intento de levantar una organización internacionalista y revolucionaria en la España de la transición era un accidente irrelevante? ¿Un eco del pasado des-localizado históricamente?
Durante largos años de mi vida, la militancia en el PST, fue algo así como una aventura pintoresca, recordada sobre todo con mucho cariño hacia mis camaradas más cercanos: Jorge, el Guanamino, en primer lugar, el cabezas, Joan, Juanito, Yolanda (la de Binéfar), Gordon, Chepa, Cristina, que llenaron tanto espacio en esos años de juventud. Entre la adolescencia y la juventud tuve la experiencia de la militancia revolucionaria, me tragué la píldora anti-estalinista que cura el dogmatismo, asenté mi referente histórico en el POUM, y me lo pasé en grande imaginando, hasta el año 85, que un día los parias de la tierra tomarían el poder. Pero en Barcelona se vivía con amplísimo consenso una especie de epílogo de estado del bienestar, mientras Thatcher y Reagan ya habían empezado a desmantelarlo. Nuestra ciudad gris y provinciana, se convertiría, de la noche a la mañana, en uno de los lugares más deseados del planeta. Una transformación que borró todas las disidencias a través de la moda, el diseño, el mar, y un cosmopolitismo siempre un pelín provinciano. A primeros de los 90, no sé si me convencieron o cedí ante el consenso casi unánime de la sociedad barcelonesa de esos años, me afilié al PSC en plena euforia olímpica barcelonesa. El PST enseguida fue pasado, casi como un coletazo de los tiempos de mi tío abuelo comunista exiliado, que jamás supo adaptarse a la España de la transición, y acabó decidiendo morir en Varsovia, la ciudad que lo acogió casi cuarenta años. La revolución había quedado antigua en esos años de movida en Madrid y diseño en Barcelona.
Y a pesar de todas las derrotas: ¡Valió la pena! Eso es lo más importante que debo decir. Y no me refiero solo a la vivencia personal, al aprendizaje que todos hicimos en esas largas charlas sobre teoría marxista, discutiendo porque la revolución no podía ser en un solo país, o incluso, casi en un éxtasis internacionalista, estableciendo que la revolución era factible en cualquier galaxia donde se encontrara vida inteligente. Valió la pena como siempre que un grupo de hombres y mujeres apuestan y ponen sus vidas en juego por un mundo mejor. Uno de los peligros de los ochenta no fue, a mi parecer, el llamado pacto del 78 con monarquía incluida, sino la generación de un discurso hegemónico que absorbió cualquier movimiento crítico que estableciera límites a las “razones de estado”. Apagada la fuerza de las alternativas culturales de los 70, en los 80 el eje del antifranquismo mutaba hacia el eurocomunismo, y el pacto de la transición forjaba un consenso del que se expulsaban todas las voces críticas. La izquierda se quedaba sin una reserva ideológica de la que echar mano cuando el modelo neoliberal acabara con los sueños del estado del bienestar.
Por eso tiene sentido rescatar la memoria del PST, para recuperar la necesidad de utopías políticas después de décadas de una presunta izquierda pragmática. O la política mantiene la capacidad de soñar otros mundos posibles, o se convierte en un mercado de cargos para gestores públicos eficientes. La transición tuvo enormes avances en sanidad, en educación, en descentralización política, pero progresivamente “el cambio” del 82 quedó atrapado en el posibilismo, en hacer lo que se puede hacer, y no lo que se debería hacer, y cada vez más, en manos de tecnócratas y especialistas. La indiferencia hacia lo público crecía, los partidos de izquierda se convertían en agencias de colocación de expertos, y la distancia entre gobernantes y gobernados se ampliaba hasta el infinito, provocando desastres como la llegada de Aznar al poder y los peores años de gobierno en España, con la guerra de Irak incluida o el drama de la corrupción. Si la política se convierte en pura gestión de lo posible, se allana el campo a la derecha.
En 2011, aún en plena crisi/estafa que había estallado en el 2008, las plazas se llenaron bajo el grito: “no nos representan”. La movilización del 15/m, heredera de los movimientos antiglobalización y con la estética de las resistencias artísticas de las últimas tres décadas, abría otra vez la política a imaginar otros mundos posibles. Ya nadie invoca la revolución y la dictadura del proletariado, pero tampoco un reformismo posibilista y cosmético. André Gorz, en los años 60, ya dio por superada la oposición entre reforma o revolución, él mantenía que la tensión se manifiesta entre reformas reformistas y reformas revolucionarias. Los movimientos sociales cristalizados en el 15/M, y los movimientos sociales que lo generaron, articulaban la indignación hacia unos poderes públicos incapaces salir del guión del modelo neoliberal.
Nadie puede apropiarse del 15/M pero tampoco nadie puede ignorar que la ocupación de las plazas, y el capital acumulado por tantos movimientos sociales que crecieron alimentados por el malestar social generado por la crisis, provocó mutaciones en la izquierda que acabaron emergiendo en las ciudades del cambio en las municipales del 2015, y en la llegada al poder del primer gobierno de coalición en España entre el PSOE y Unidas Podemos, a principios del 2020.
Para mí hay un hilo invisible que vincula la lucha revolucionaria de Yolanda González con la de tantos activistas (algunos convertidos en ministros o alcaldesas), que hoy tratan de poner a los poderes públicos al servicio real de los ciudadanos. Ha sido ese renacer de la utopía convertida en una nueva agenda política, y el activismo incombustible de mis hijas, el motivo por el cual la izquierda radical me ha vuelto a “captar”, como decíamos entonces. Y además, porque he vuelto a un espacio político acogedor, donde crecer, conocer, comprometerse y aprender, a alta temperatura.
Jordi Martí Grau
Artículo publicado en Los Amigos de Yolanda
Editorial Andavira, febrero de 2020