Hay un método facilísimo para hacer que la derecha y la extrema derecha -es decir, aquellos quienes consideran la memoria histórica una “memez histórica”– se pongan, todos a una, a celebrar públicamente a Federico García Lorca. Basta con cuestionar la tortura animal en el contexto de la tauromaquia para que florezcan centenares de citas y glosas al poeta, destacando su pasión por la tauromaquia.
Lorca es el más goloso para echar a la cara de la izquierda sensible con el maltrato animal, pero voy a sugerirles que también al Che Guevara se acercó a Las Ventas, e incluso Lluis Companys (glups!) presidió diversas corridas cuando lucía el apelativo de “Molt Honorable”. Pero la tradición, menos para esencialistas y dogmáticos, evoluciona y se va adaptando a los valores cambiantes de la sociedad. Confieso que de niño disfrutaba con los leones saltando por aros de fuego a las ordenes de Ángel Cristo, y hoy, en cambio, me parecería una salvajada y comparto la prohibición de exhibir animales salvajes en el circo.
El filósofo Hans-George Gadamer apunta que la tradición, lejos de apelar a la conservación de la pureza del pasado, es en realidad un fenómeno de transmisión. La tradición no nos habla de un pasado fijo, de unos hechos objetivos y cerrados a la interpretación, sino de un ejercicio de memoria y transformación constante. Lejos de ser una acumulación de pasado, la tradición está anclada al presente, y se erige como una forma de relacionarnos con nuestra cultura, con nuestro folklore, con nuestras celebraciones e identidad colectiva. Es porque somos seres históricos, nos guste más o menos, que la tradición cambia con nosotros.
Antonio Monegal, en su último ensayo El silencio de la guerra, nos vacuna contra una visión buenista de la tradición cultural: la épica ha sido, históricamente, propaganda de guerra. Ensalzando al héroe, se glorifica la guerra y son necesarios muchos Guernica para contradecir una tradición cultural arraigada desde la ‘Ilíada’. Al maltrato animal le pasa algo parecido, está inscrito en la tradición cultural de la dominación, tan arraigada como la cultura de la guerra. Frente a ello se ha erigido un cambio cultural, que es generacional y global, y que nos obliga a revisar las prácticas de tortura animal, y a hacerlo desde el cuestionamiento de nuestra mirada sobre el patrimonio. Pensar que el mejor camino para defender el valor cultural de la tauromaquia es lograr que en las plazas se siga ejerciendo la tortura no solo es ir contra los tiempos, es ir también contra la tradición.
De hecho, quienes citan a Lorca o a Picasso, mientras la ONU los acusa de vulnerar los derechos humanos por atacar las leyes de memoria democrática, harían bien en aprender doblemente la lección sobre su dogmatismo histórico: que no tengan miedo de abrir, archivos, museos, fiestas y tradiciones. Que no tengan miedo del pensamiento crítico, del debate reflexivo, de aceptar que la cultura, también la española, está en constante transformación. Que no tengan miedo de hacer, precisamente, lo que predicaba Lorca sobre el toreo: que aprovechen esa potencia poética y vital del toreo, pero creativamente, sin maltratar animales.