España será la invitada de honor a la Feria Internacional del Libro de Bogotá en 2025, apenas unos meses después de contar con ese mismo privilegio en la FIL de Guadalajara. Son dos oportunidades indiscutibles para el ecosistema literario de ambos lados del atlántico, pero también pueden ser un marco idóneo para la cooperación cultural entre países e, incluso, para pensar, a la luz de los retos contemporáneos, nuevas maneras de articular un espacio cultural enormemente diverso, y con una lengua compartida.
Colombia, un país con una diversidad cultural y lingüística comparable a la española, se está convirtiendo en uno de los laboratorios más interesantes de nuevas formas de articular las políticas culturales públicas. Frente al modelo neoliberal que ha centrado el valor económico de la cultura y el paradigma de la competencia, hoy el mundo se ha dado cuenta que el papel de la cultura, más allá de la actividad económica que genera, tiene un valor intrínseco e indispensable en el contexto contemporáneo. La perspectiva de los derechos culturales, la dimensión social y comunitaria de la cultura, la riqueza de la diversidad cultural y lingüística, la memoria y el reconocimiento a abusos y dominaciones del pasado, la defensa a ultranza de la libertad de expresión amenazada, son principios que recorren los debates internacionales.
De ahí la importancia de los debates sobre la descolonización (como pudimos ver en el el programa de la edición de este año de la Bienal de Venecia, y no solamente en el Pabellón de España), la perspectiva de género, los programas de memoria (que se extienden en diversas latitudes) o el reconocimiento a la diversidad cultural y lingüística y la protección de culturas amenazadas. Colombia, hoy, va un paso más allá, aunando la dimensión cultural a la ambiental, la cultura y la naturaleza, y de esta manera el Plan Nacional de Cultura de Colombia nos habla de territorios bioculturales, y de la apuesta por el cuidado de la diversidad de la vida. Y en un contexto atravesado por las violencias, este camino se convierte en el mejor itinerario hacia una cultura de la paz. En lugar de pensar la cultura en su burbuja sectorial, hay una apuesta por una mirada transversal e interrelacionada con los grandes retos del presente.
No por casualidad, Colombia acogerá en octubre de este mismo año 2024 la COP16, la cumbre de la biodiversidad, que persigue actualizar las actuaciones para frenar la pérdida de biodiversidad del planeta. España, un año después, en 2025, acogerá Mondiacult, la conferencia mundial sobre políticas culturales convocada por UNESCO. Hay una interrelación entre ambas convocatorias, que Colombia nos invita a pensar desde el cruce entre políticas culturales y políticas ecologistas. En el fondo, se trata de dar respuesta a los tres retos del presente: vivir en común en contextos cada vez más diversos, dar respuesta a la emergencia climática y construir un mundo en paz.
Como parte de los actos de la FilBo, tuve la oportunidad de participar en una conversación pública con el ex ministro de cultura de Colombia, Ramiro Osorio, así como con el actual ministro colombiano, Juan David Correa. Al acabar, este nos obsequió con la reedición de la novela La vorágine, de José Eustasio Ribera, escrita hace 100 años. Un libro premonitorio que ya en el contexto de los albores del siglo XX nos propone recomponer la relación antropocéntrica entre humanos y naturaleza: una exigencia que hoy sigue siendo plenamente vigente.