El Ministro de Cultura, en su primera comparecencia en el Congreso, desgranó un conjunto de objetivos, líneas de actuación y proyectos concretos, pero una sola frase, relativa a los museos y el patrimonio, desató la tormenta: “se trata de establecer espacios de diálogo e intercambio que nos permitan superar el marco colonial”. Tocó la fibra de la derecha. Uno puede proponer continuar con la ley del cine, desarrollar el Estatuto del Artista, reformar el INAEM o, incluso, crear una nueva Dirección General de derechos culturales y una oficina de propiedad intelectual, pero cuando sugiere superar marcos, es decir, cambiar formas de entender la realidad e imaginar una España adaptada a los retos de nuestro tiempo globalizado, se despiertan los defensores de las esencias y todos salen en tropel ungidos por la sacrosanta misión de salvar la patria.
Lo más curioso, sin embargo, es que una pequeña y ruidosa parte del ecosistema político conservador pareció descubrir -sin carabelas ni virreinatos de por medio- el concepto de descolonización. Fueron muchos los que sobreactuaron indignación en sus tribunas, como si el Ministro acabara de acuñar un concepto nuevísimo y esotérico. Fue como si la superación del marco colonial en las narrativas museísticas no fuera una reivindicación fundamental de los movimientos antirracistas en todo el mundo, reivindicación que ha permeado desde hace décadas en las instituciones museísticas, académicas y artísticas. Como si el Comité Internacional de Museos (ICOM) no hubiera aprobado una nueva definición de museo y tuviera una línea estratégica relativa a la descolonización en su Plan Estratégico. Como si España no se hubiera firmado una declaración, tanto en Mondiacult 2022 como en el 10º Encuentro Iberoamericano de Museos, para avanzar en la “incorporación de la perspectiva decolonial” en las instituciones y procesos museales. Como si los museos estatales no llevasen años trabajando en incluir a las comunidades de origen en la programación de exposiciones. Como si el Museo Reina Sofía no contara con diferentes salas de su colección permanente dedicadas a los efectos nocivos del imperialismo y el colonialismo. Como si el museo Thyssen-Bornemisza no tuviera ya en su web un apartado entero dedicado a la “decolonialidad”, donde reconocen que la colección es “eminentemente eurocéntrica”, o que hayan programado una exposición llamada “La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza”.
De hecho, viendo las reacciones, parecería imposible que el Pabellón de España en la Bienal de Venecia sea la ‘Pinacoteca migrante’, de la artista hipano-peruana Sandra Gamarra. Una espacio pensado para releer el patrimonio pictórico español, reinterpretando cuadros de Murillo, Zurbarán y Velázquez; un museo invertido que cuestiona las representaciones de las taxonomías de castas en México; o que propone un ‘Gabinete del racismo ilustrado’, en el que presenta, entre muchos otros objetos, las famosas huchas del Domund que estuvieron en tantos hogares españoles. Gamarra lleva 15 años trabajando en el cuestionamiento de los discursos coloniales en los museos y, de hecho, la Comunidad de Madrid censuró en 2021 los textos de una de sus exposiciones, obligándola a suprimir palabras como “racismo”.
Sin embargo, el Pabellón de España de este año no es una excepción. Ni por la temática, ni porque por primera vez en su historia la artista que representa a nuestro país no haya nacido en España. Esta 60º Bienal de Arte explora desde múltiples perspectivas la cuestión colonial: lo hace Gran Bretaña, por ejemplo, con la obra del artista John Akomfrah, de origen ganés; lo hace Estados Unidos, recuperando historias indígenas y queer de la mano de Jeffry Gibso; y lo hace Brasil, cuyo pabellón ha pasado a llamarse Hãhãwpuá, que es el nombre que el pueblo Pataxó daba al territorio que hoy ocupa el estado de Brasil.
Paseando por Bienal, resulta incomprensible que sean tantos quienes, todavía hoy, se resisten a cuestionar la mirada racista y etnocéntrica que pesa sobre gran parte de los relatos históricos globales y las instituciones artísticas en todo el mundo. Cambiar narrativas no implica borrar el pasado, ni esconder su condición de documento de una época: al contrario, supone abrirlo a la reflexión y al pensamiento crítico. Un museo es un artefacto cultural, un dispositivo capaz de construir imaginarios, y quizás la tarea que tenemos por delante simplemente consista en bajarlo del pedestal, como hace Sandra Gamarra en esta Pinacoteca Migrante, y poner en cuestión una narrativa que hasta ahora ha sido hegemónica. Enriquecer el debate, iluminar ángulos muertos, abrirlo a nuevas voces. En definitiva, museos para un mundo global, que nos gustaría también democrático y justo.